24 horas dan mucho de sí.
Sirven para levantarme con ganas de mandarlo todo a la mierda. Sirven para tener sueño, poner las calles que aún no se han despertado, dejar mis legañas camino del tren en Santa Eugenia.
Sirven para llegar a mi torre comida hoy por la niebla, para meterme en ese dragón poblado de hombres grises. Sirven para pagar facturas.
Y en medio de esas 24 horas, también subo más allá de la niebla. Y literalmente encima de las nubes, cierro los ojos y bailo de puntillas sobre mis miedos para acabar comiendo couscous mientras me miras. Y hablar contigo de suicidios y matratos. Del amor. Del odio. Del presente y del pasado. No tocar con miedo el futuro. Pasar por medio de un bosque silenciado entre edificios de escamas.
Y continuar con la sonrisa de mi hija, el abrazo incondicional de mi marido, los besos que siempre le lanzo con mi mirada. Las manos que se me escapan a su cuerpo.
Cerrar la luz del día escenificando poesía, cuidando mi timo, bailando a ritmo de brasil y caribe con olor a lavanda. La suavidad de Alicia, la dulzura de Vera.
24 horas sirven para soñar mientras me engulle de nuevo Madrid y me lleva directa a un bar en Lavapiés, a hablar de metáforas y sexo mientras un té calienta mis silencios. Y sirven para casi terminar hablando de amor delante del mundo. Y para acabar rodando en mi cama mientras acaricio al hombre que me ama de madrugada.
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