Cuentan que los elefantes tienen una memoria excelente.
Recuerdan más allá de lo que nuestra imaginación puede sospechar.
Si pierden a un ser querido, sufren un duelo inmenso.
La manada se vuelca con ellos, los cuidan.
Ya con los cuerpos descompuestos, son capaces de reconocer el esqueleto de quienes amaron y acariciarlo.
Y se han dado casos en los que evitan de comer y se acuestan cubiertos de lágrimas.
Dejándose morir, literalmente, de amor.
Es ahora cuando he de enterrar tus huesos.
Recuerdo cada rincón que la piel que los cubría me tocó.
No quiero recordarlo.
Te llevo hacia el páramo
donde árboles y matorrales secos
serán tu única compañía.
Llevo la sombra que dejaste cuando marchabas
y la luz que me diste cuando volvías.
Te llevo despacio, casi sin que te des cuenta.
Quiero enterrarte en lo más profundo de la Laguna Negra.
Allí donde no te encontraré jamás.
Y de donde jamás volverás a salir.
Voy sola.
Le dije a mi sombra que se quedase en casa.
No quiero testigos que recuerden
dónde te puse.
Tus huesos pelados huelen a ti.
Ha sido imposible quitarles el olor
de la mañana recién horneada
y de las legañas que abrigan tus ojos.
En el cesto chocan entre ellos.
Y su voz suena a calimba africana.
Mientras camino,Llorosa como un ángel de piedra
que esconde su rostro dolido entre sus manos.
Llamando con gemidos aguados
a quien sonríe entre cervezas sin espuma.
voy dejando melodías al viento.
Llegando al lugar el viento camufla mi rostro.
Los ojos se esconden
tras el límite que el aire marca.
Vuelven las lágrimas.
Vuelves.
Respiro.
Respiro hondo.
No podré.
Ahora sé que no podré.
He de volver atrás
y buscar
el sitio
donde me dejaré caer.