Soy la reina de los mares
y ustedes lo van a ver
tiro mi pañuelo al suelo
y lo vuelvo a recoger, a recoger.
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Nací germen de plata en un río cerca del Mediterráneo.
Y era algodón dorado con tubérculos rizados.
Mis dedos soplaban gorgojos y leche en polvo.
Querían que fuese paloma blanca sobre fondo rojo.
Fui obediente y complaciente.
Hicieron de mí una torcaz suave que a los pocos años
se convirtió en lobo malo sin culpar a nadie.
Y entonces fui caperucita roja en una noche sin otoño.
Cociné bizcocho de nueces y canela pero sólo salió odio del horno.
Y otro lobo me devoró sin sombras que testificaran su culpa.
Me retorcí. Saqué las uñas. Prendí fuego con mi furia.
Y el lobo no me vomitó. Me retuvo en sus entrañas
hasta que crecieron pequeñas alas en mis pupilas doradas.
Volé, o creí hacerlo, hacia un pueblo sin aceras.
Escribí con tiza en todas las calles para mostrar mi dolor.
Y lloré sangre sin saber cómo. Me prestaron pañuelos de seda,
pero fueron inútiles. Para quemar mis náuseas tuve un plan.
Las sepulté bajo perlas arco iris que vaciaron mis tripas.
Las lavaron. Lo hicieron varias veces.
Lo intentaron con agua de montaña. Pero había polvo.
Y fui entonces ave fénix. Y mis cenizas llovieron.
Regué con ellas los escenarios de varias ciudades.
Me aplaudían. Me sentí cisne después de creerme patito feo.
Licencié mi sabiduría con tablas numéricas y fórmulas mágicas.
Pero acabé volviendo a mis libros de hechizos
para robar la felicidad de almohadas ajenas.
También fui princesa de fábula y tuve mi caballero.
Montaba un hermoso corcel negro mientras salía a mi encuentro.
Quiso derribar al dragón que me tenía encadenada.
Pero fue imposible. Me había enamorado de sus fauces de fuego.
El miedo me llevó de la mano de un príncipe gitano.
Las cataratas azabache que adornaban su rostro me dieron paz.
Me cantó bajo la luz de mi luna y me llevó a un palacio en el desierto.
Allí fui madre de una sirena de agua dulce.
Al poco volvió mi ser negro. Fui bruja volando en escoba.
Mi caldero espumaba incertidumbre y dolor.
Y no fui capaz de retener la erupción volcánica
que vertió todo eso sobre las alfombras de palacio.
Y me sentí perdida en un laberinto de hormigas.
Tuve que volver a llorar.
Y mis lágrimas fueron océanos con peces de colores
que mataron el desierto de mi palacio y lo llenaron de flores.
Al final me volví Reina de los Mares.
Y allí, entre mis truenos y mi incertidumbre,
no encontré delfines a los que contar mis penas.
Pero fui feliz. O eso creí.
Pilar Escamilla Fresco
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