martes, 4 de abril de 2017

El lobo respira libertad


Ilustración de: Shawn Coss

Muere lentamente quien pasa por la vida en la sustancia gris de la oficina al trabajo. Por eso tú no mueres lentamente, sino intensamente. Tres de la mañana. Mi sueño se apaga para ir al baño. Te descubro tecleando de manera compulsiva con la espalda algo corvada delante del ordenador. Tus ojos están rojos. Tus manos no sueltan ni el cigarro ni la cerveza. Y algo en tu mirada me dice que has vuelto a hacerlo, que has vuelto a vomitar los textos que mañana harán estremecer a todos tus lectores. Buscar tus manos mientras me pides que me siente a tu lado. Regar la noche con cerveza y aroma a tabaco barato. Besarte las orejas. Morderte el labio inferior. Abrazarte con fuerza. Sentir tu respiración en mi pecho mientras acaricias mis pezones. Robarte una canción. Escucharte cantarla. Tus hoyuelos de madrugada picarones y sonrientes. Sombras bajo los cuadros que adornan tus paredes. No quieres ni oír hablar de dibujos, bolis bic o similares. Eres Alberto, el de los libros. Te acuestas a mi lado. Me miras mientras mi respiración se corta porque la apnea quiere dejarme soñando en el inconsciente. Te asusta mi respiración, pero te has acostumbrado a ella. Sabes que antes del minuto de silencio vuelvo a coger aire. Me ahogo y lo sabes. Mi cuerpo me ahoga y me miras con pena y con cariño. No sé muy bien cuál sentimiento de esos dos es el más fuerte. Dices que me quieres con una voz dulce y pausada. Yo cierro los ojos. Quiero que me hables de tus fantasmas pero no me atrevo a preguntarte. Tiene que ser algo que tú quieras hacer. Hablar. Hablarme de las cámaras ocultas. Hablarme de las voces que ya no sé si sigues oyendo. De tu loro Charly. Tu madre llorando mientras te mira al otro lado de la puerta. Tú hibernando en una habitación que Marisa bautizó como la habitación del pánico. Abrazarte más fuerte de lo que lo haría una camisa de fuerza. Mamá y papá que te quieren mucho. Pero que no te entienden. Explota tu cabeza como una olla exprés repleta de palabras e imágenes. Lecturas por hacer. Lecturas iniciadas. Lecturas finalizadas. Erudito sólo con abrir los labios y pronunciar una palabra. Quién sabe de qué hablas. Pero hechizas a tu auditorio. Buscas a Serrat. Penélope. Con su bolso de piel marrón y sus zapatos de tacón y su vestido de domingo. ¿Me ves a mí con un bolso de piel marrón o con unos zapatos de tacón? Creo que ni tengo vestido de domingo. Penélope. Cantas con el cigarro sujeto por dos dedos largos con las uñas cuidadas. Me levanto a prepararme un café. ¿Quieres uno? Cargado, dos cucharadas de azúcar. Hazme las migas que me hacía mi abuela. Desnudar mis defensas al ritmo de Silvio. Dices que también hablo en sueños. Tú sólo roncas, a veces más, a veces menos. Depende de lo que hayas bebido antes de caer rendido. Tu voz dulce. Pilar... Pilar... ¿estás? Ese abrazo en medio de la sala. Tú en pijama. Yo a medio vestir. Ven esta noche. Quédate conmigo. Me gusta hablar contigo. Mañana madrugo, Alberto el de los libros. Yo necesito pagar mi hipoteca y trabajar. No quiero dormir, sino estar a tu lado, beberme tus palabras a sorbos de cebada con limón y dejarme mecer por el vaho de las ventanas de una terraza cerrada. Un perro en una calle sin asfaltar en un pueblo. Un pueblo lleno de borracheras y resacas de infierno. Cristales y polvos mágicos. El sueño de una inteligencia cuya imaginación desborda de imágenes los cuadernos. Recrearme en tus labios. Una pantalla desprotegida de tu imaginación a la que atacas a golpe de teclado con la mirada ida. Resistir en medio del miedo. El encierro. No entiendo nada, mamá. ¿Dónde estás, mamá? Ven a buscarme, hace frío y estoy solo. El señor de la bata blanca me mira mal. Dice que no vendrás a por mí. Sácame. Llévame de vuelta con la abuela Ciriaca. Quiero sacar a Charly de su jaula para conversar con él sobre unos textos inéditos de Wallace. Me dijo que quería que le siguiera leyendo más capítulos. Cariño, sé que necesitas descansar, pero cuánto quiero que te quedes conmigo más tiempo. Ven a sentarte a mi lado. Bésame. Abre la boca. Abre más la boca. ¿Te gustan mis besos? ¿Soy guapo? Perdóname, estoy muy borracho. Acuéstate si quieres. Pero cuánto me gustaría que te quedases conmigo charlando. 



Ilustraciones arquitectónicas de de F. Babina. Fuente


Más:  Amor, neurosis y vida

lunes, 3 de abril de 2017

Vuelo en el desierto



Al final de la nube, un halcón te ignora. Despliegas tus alas de nailon sobre el verde nevado. Vuela, vuela alto. Vete lejos donde los conflictos se hacen minúsculos y desaparecen bajo el microscopio. Ser una célula cancerígena que se reproduce por doquier y dejar de buscar el escrutinio sobre las mayúsculas en un puente elevado. Agarra tu mochila, que no se la lleven. Dentro cables, adaptadores y el cerebro de tu primer oso de peluche. Rescata esa pestaña suicida que se cuela entre tu nariz y tu labio superior. La barba negra, rizada, poblada. Recoge los cabellos que despejan la frente iluminada por el cansancio. Insatisfacción bronceada bajo un puente del Teleno al infierno. Un río de hadas que sobrevuelan cantos rodados y nieves perpetuas. Una torre se cruza en el infinito de tus pesadillas. Caminando entre chabolas que se cruzan con las luces perpetuas de la Castellana. Y cierras los ojos. Los parpados raspan granos de arena con las pupilas marrones que no quieren chillar. Es el desierto. Sudán a tus pies. Arena suave como polvo de talco tostado al sol. Se hunden los pies. Camuflas los dedos tras las sandalias de esparto. Llueve polvo. Llueve polvo. Y la arena se mezcla con la sed de tus labios resecos. Vuelves a tu cama. A la almohada de los deseos de aquella que no amas. A los sueños palpitantes de los sexos de todas las mujeres a las que amaste. A los ríos de pólvora que sembraste en plazas de grano de siglos pasados. Silencio. Silencio. Silencio. Crees que tu cabeza no puede más. Estallará y extenderá la metralla por todos los acantilados del Atlántico. Volar como un pájaro. Ser ese halcón que vuelve a ignorarte frente a ti. Las nubes bajas. Las sombras de los cuatro molinos de Don Quijote sobre el Parque Norte. Sentirte pequeño, encogerte, hundirte en el hormiguero que es el metro de Madrid. Vuela. El metro de Madrid vuela. Pero tú no vuelas. Inviertes tus días y tus noches en consumir lo que ganas, en beberte lo que queda de tus nóminas tras pagar el alquiler y las facturas. Zumo de cebada y lúpulo. Espuma. Charlas. La soledad entre los millones de vidas cercanas. Gente que te quiere. Gente que te llama. Gente que te habla. Demasiadas palabras. Te ahogan. Te ahogas. Cierras los ojos. Una playa inmensa ante tus pies, también descalzos. El silencio del mar calmo del meridiano. Olas pequeñas. Ni un alma. Y una arena esta vez blanca y suave. Ahora sí parecen polvos de talco. Hundes tus pies descalzos. Polvos de talco que tu madre, Margarita, usaba contigo y con tu hermano de pequeños. Ven, te dice, dame un abrazo. Hijo, no seas tonto, no dejes el trabajo. Hijo, ven a mi lado. ¿Estás bien? El Parque de los Reyes de España, unos columpios sin niños y la bicicleta atravesando la ciudad. Y la música perenne en tu cabeza. Simuladores de vuelo. Cuatro cuerdas. Seis cuerdas. Un ukelele, diez guitarras, una calimba, un contrabajo, el ruido de las mudanzas sobre las pesadillas. Atrapar las pesadillas con una red india. Ventanas con vistas al infinito y más allá. Socorros sobre asfalto en carreteras de pago. Una motocicleta sin conductor. Los ruidos del tractor recogiendo los fardos de paja al acabar el verano. Las moras al lado del río. Meriendas con nocilla y chorizo. Baños sin ropa. Las chicas del pueblo crecen. Crecen sus cuerpos. Crecen. Aguadillas y besos robados sin oxígeno. No respires. Abrázame. Abrázame fuerte. Toma mi lengua en el paladar de tus encías. Vuelve el nailon donde los halcones hacen sus nidos. Aterrizajes sin señales de tráfico, stops ni direcciones únicas. Quizás el tobillo flojea pero no es hora de llorar. Los hombres no lloran. Los hombres no lloran. Los hombres no lloran. La plaza de Santa Ana, la fuente de los Siete Caños. Buscar tras los sauces las lágrimas que los hombres no derraman. Dos ríos para una ciudad de reinos visigodos. Que no me falte el aire. Mar y cometas sobre la playa. Células madre. Envejecer o vivir eternamente. Soñar que eres inmortal. Sólo puede quedar uno. Pero eso es falso. El cáncer avanza. Enfermedad del siglo XX. Enfermedad del siglo XXI. Cáncer sobre fondo rojo de puesta de sol en medio del desierto. La arena en dos copas de vino tras el cristal de la vitrina. Cuchillo bereber para partir los alimentos. Se me queman los pies. En la playa y en el desierto, el sol convierte los granos de arena en carbones de un incendio. Mover el cuerpo hacia la izquierda. No estarse quieto. La música de Riaño sobre un acantilado blanco. Cómo hacerla comprender que no la quieres de compañera. El amor duele. Te duelen las encías, te duelen la rodilla derecha, el tobillo izquierdo. Escaleras para un cuarto en piso compartido. Nubes, nubes y nubes. Estrellas sin polvo ni ceniza. Eccemas. Tu piel se cae como tus recuerdos. Vuelves al pueblo. Al fogón de la abuela. A los cuentos al pie de la cama. Al silencio de una noche plagada sólo de grillos. A salir a la calle tras el colacao y las galletas maría y recorrer las calles llenas de cagarrutas de oveja, pequeños conguitos que riegan el recorrido de la cañada. El lúpulo en la carretera. Volver al canal a mojar los pies y a bañarse desnudo. Cinco años y una guitarra hecha con hilos y una caja de madera. Cerrar los ojos. Descansar... simplemente.



Las imágenes de este post son del libro "El árbol rojo" de Shaun Tan. Más información: Shaun Tan


Más:  Amor, neurosis y vida.

domingo, 2 de abril de 2017

El día en que fui Regina



Me llega el olor de las manzanas reinetas en el horno, hundidas dentro del bizcocho. Tus bizcochos en el desayuno. Las rosquillas, las miles de rosquillas que nos duraban apenas dos semanas una vez en nuestra casa. Tus mejillas sonrosadas, tu piel suave y tus manos ásperas, torcidas, pero cariciosas. Siempre tus labios en una sonrisa que silbaba y sonaba a pueblo y leche recién ordeñada. Cuando llegaban los calores y el final del curso a mí siempre me olía a moras, a río y a lúpulo. A las risas de la pandilla estival y a tus historias al pie de los fogones y de la mesa camilla. Tu casa era un cuento con gallinas y conejos, y un pequeño huerto con laurel y calabacines. Quisiste enseñarme a tejer y yo me resistía, quería escribir, leer y salir con los amigos. Ahora me arrepiento. Porque ahora soy yo quien quisiera pedirte que me enseñaras, pero aunque tu cuerpo sigue aquí, tú hace más de diez años que empezaste a irte. Nos dijeron que tu cabeza ya no era tu cabeza. Y empezamos a verte cada vez menos laboriosa, sin saber que para freír un huevo hay que cascarlo primero. Te hemos ido todos cogiendo de la mano para que no te sientas sola en este camino que recorres despacio y confundida por los laberintos de una memoria desmemoriada que ya no recuerda dónde está, con quién está ni casi quién es. Ahora lo que recuerdas no es lo que comiste a medio día, o lo que hiciste esta mañana, sino el olor de la cocina de tu madre antes de quedarte huérfana y antes de tener que cuidar de tus hermanos. Me hablas de tu escuela, lo poco que pudiste estudiar, de tus hermanos y de tus hermanas. Todos estos años se nos ha ido rompiendo el corazón al verte ir tan despacio, pero nos consuela saber que podemos seguir abrazándote, aunque ya no sepas quién de nosotros te abraza. Echo de menos tu mirada despierta dándome los buenos días, regañándome por poner los codos en la mesa, la música eterna que llevabas siempre contigo. Ya no silbas. Ahora miras a tu alrededor, confundida pero aparentemente tranquila. El día que me llamaste como a tu hermana Regina fue uno de los más tristes de mi vida. Me mirabas y yo ya no sabía a quién veías, con quién creías estar ni dónde. Sólo sé que me dijiste, con una voz firme y dulce: Regina, mira a ver si los niños están ya dormidos. Era la hora del almuerzo y tú estabas coloreando aún con varios tonos y con punta en los lapiceros. Ahora sólo usas un color, lo llenas todo con el mismo tono, y si se te acaba la punta, o se te rompe, sigues pintando con fuerza, apretando cada vez más porque ves que no pinta y no sabes por qué, con tanta fuerza que rompes los libros de colorear y llegas a la mesa. Siempre moviéndote, siempre queriendo hacer cosas, siempre inquieta, siempre presente. Y vuelvo a oler a manzanas reinetas. Veo tus agujas moverse al ritmo trepidante que hace que tus manos casi se vuelvan invisibles. Tejes, tejes, tejes. Tejer es tu pócima mágica. Y con los hilos que compras haces colchas, manteles, cojines, muñecas... De tus manos sale cualquier cosa que se pueda imaginar. Aunque tengas que usar un almíbar casero para endurecer las telas y formar así cestos rígidos de ganchillo. Las manos se te tuercen, los dedos se disparan cada uno en una dirección, tus manos gruesas, fuertes, ágiles... Te duelen. Pero no paras. Ahora si tejes es con las agujas de hacer punto. Pero los puntos se pierden en tu memoria y te pasas el día preguntando si eran 30 ó 50, y como Penélope, destejiendo cada rato sin llegar a ningún lado. Has de saber que el día que tu cuerpo nos falte (porque tú ya nos faltas) lloraremos todos: tus hijas, tus nietos y tus biznietos. Porque eres la mujer más hermosa que hemos conocido. Y de tu amor hemos mamado todos. A veces me siento a tu lado y te miro, te cojo la mano y te digo: abuela, te quiero mucho. Y me acaricias con la otra mano y me dices, y yo a ti también. Pero luego me miras y no sé a quién ves. Los nombres, los tiempos, los lugares... todo es una bruma borrosa que al menos ahora ya no te asusta demasiado. Quizás porque ya no eres consciente de que eso debería asustarte. Mataría por volver a comer sólo un día una de tus croquetas, o por volver a meter la cuchara en una de tus sopas de ajo. Por volverme a meter en esa cama plegable que era la mía cuando estaba en tu casa y taparme con esas mantas de lana que picaban pero que agradecía y buscaba. Mataría, Edisa, por volver a escuchar tus silbidos la música de tus pasos arriba y abajo en el pasillo de tu casa del pueblo.


Ilustración de F. Babina

Más:  Amor, neurosis y vida.