lunes, 3 de abril de 2017
Vuelo en el desierto
Al final de la nube, un halcón te ignora. Despliegas tus alas de nailon sobre el verde nevado. Vuela, vuela alto. Vete lejos donde los conflictos se hacen minúsculos y desaparecen bajo el microscopio. Ser una célula cancerígena que se reproduce por doquier y dejar de buscar el escrutinio sobre las mayúsculas en un puente elevado. Agarra tu mochila, que no se la lleven. Dentro cables, adaptadores y el cerebro de tu primer oso de peluche. Rescata esa pestaña suicida que se cuela entre tu nariz y tu labio superior. La barba negra, rizada, poblada. Recoge los cabellos que despejan la frente iluminada por el cansancio. Insatisfacción bronceada bajo un puente del Teleno al infierno. Un río de hadas que sobrevuelan cantos rodados y nieves perpetuas. Una torre se cruza en el infinito de tus pesadillas. Caminando entre chabolas que se cruzan con las luces perpetuas de la Castellana. Y cierras los ojos. Los parpados raspan granos de arena con las pupilas marrones que no quieren chillar. Es el desierto. Sudán a tus pies. Arena suave como polvo de talco tostado al sol. Se hunden los pies. Camuflas los dedos tras las sandalias de esparto. Llueve polvo. Llueve polvo. Y la arena se mezcla con la sed de tus labios resecos. Vuelves a tu cama. A la almohada de los deseos de aquella que no amas. A los sueños palpitantes de los sexos de todas las mujeres a las que amaste. A los ríos de pólvora que sembraste en plazas de grano de siglos pasados. Silencio. Silencio. Silencio. Crees que tu cabeza no puede más. Estallará y extenderá la metralla por todos los acantilados del Atlántico. Volar como un pájaro. Ser ese halcón que vuelve a ignorarte frente a ti. Las nubes bajas. Las sombras de los cuatro molinos de Don Quijote sobre el Parque Norte. Sentirte pequeño, encogerte, hundirte en el hormiguero que es el metro de Madrid. Vuela. El metro de Madrid vuela. Pero tú no vuelas. Inviertes tus días y tus noches en consumir lo que ganas, en beberte lo que queda de tus nóminas tras pagar el alquiler y las facturas. Zumo de cebada y lúpulo. Espuma. Charlas. La soledad entre los millones de vidas cercanas. Gente que te quiere. Gente que te llama. Gente que te habla. Demasiadas palabras. Te ahogan. Te ahogas. Cierras los ojos. Una playa inmensa ante tus pies, también descalzos. El silencio del mar calmo del meridiano. Olas pequeñas. Ni un alma. Y una arena esta vez blanca y suave. Ahora sí parecen polvos de talco. Hundes tus pies descalzos. Polvos de talco que tu madre, Margarita, usaba contigo y con tu hermano de pequeños. Ven, te dice, dame un abrazo. Hijo, no seas tonto, no dejes el trabajo. Hijo, ven a mi lado. ¿Estás bien? El Parque de los Reyes de España, unos columpios sin niños y la bicicleta atravesando la ciudad. Y la música perenne en tu cabeza. Simuladores de vuelo. Cuatro cuerdas. Seis cuerdas. Un ukelele, diez guitarras, una calimba, un contrabajo, el ruido de las mudanzas sobre las pesadillas. Atrapar las pesadillas con una red india. Ventanas con vistas al infinito y más allá. Socorros sobre asfalto en carreteras de pago. Una motocicleta sin conductor. Los ruidos del tractor recogiendo los fardos de paja al acabar el verano. Las moras al lado del río. Meriendas con nocilla y chorizo. Baños sin ropa. Las chicas del pueblo crecen. Crecen sus cuerpos. Crecen. Aguadillas y besos robados sin oxígeno. No respires. Abrázame. Abrázame fuerte. Toma mi lengua en el paladar de tus encías. Vuelve el nailon donde los halcones hacen sus nidos. Aterrizajes sin señales de tráfico, stops ni direcciones únicas. Quizás el tobillo flojea pero no es hora de llorar. Los hombres no lloran. Los hombres no lloran. Los hombres no lloran. La plaza de Santa Ana, la fuente de los Siete Caños. Buscar tras los sauces las lágrimas que los hombres no derraman. Dos ríos para una ciudad de reinos visigodos. Que no me falte el aire. Mar y cometas sobre la playa. Células madre. Envejecer o vivir eternamente. Soñar que eres inmortal. Sólo puede quedar uno. Pero eso es falso. El cáncer avanza. Enfermedad del siglo XX. Enfermedad del siglo XXI. Cáncer sobre fondo rojo de puesta de sol en medio del desierto. La arena en dos copas de vino tras el cristal de la vitrina. Cuchillo bereber para partir los alimentos. Se me queman los pies. En la playa y en el desierto, el sol convierte los granos de arena en carbones de un incendio. Mover el cuerpo hacia la izquierda. No estarse quieto. La música de Riaño sobre un acantilado blanco. Cómo hacerla comprender que no la quieres de compañera. El amor duele. Te duelen las encías, te duelen la rodilla derecha, el tobillo izquierdo. Escaleras para un cuarto en piso compartido. Nubes, nubes y nubes. Estrellas sin polvo ni ceniza. Eccemas. Tu piel se cae como tus recuerdos. Vuelves al pueblo. Al fogón de la abuela. A los cuentos al pie de la cama. Al silencio de una noche plagada sólo de grillos. A salir a la calle tras el colacao y las galletas maría y recorrer las calles llenas de cagarrutas de oveja, pequeños conguitos que riegan el recorrido de la cañada. El lúpulo en la carretera. Volver al canal a mojar los pies y a bañarse desnudo. Cinco años y una guitarra hecha con hilos y una caja de madera. Cerrar los ojos. Descansar... simplemente.
Más: Amor, neurosis y vida.
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