martes, 21 de marzo de 2017

SIGNORINA ROSALBA, por Pilar Escamilla Fresco



Ahora gire la cabeza y el torso hacia el ventanal de la izquierda y luego, sin mover el cuerpo, intente mirarme. Así, muy bien. Sonría, tiene usted una sonrisa preciosa, ¿lo sabe? Quiero ver sus dientes bajo los labios. Hermosos labios, Mrs. Whitbread, si me lo permite. Tiene además una piel exquisita. Se notan los cuidados que le da. Le ruego que permanezca quieta mientras tomo notas para su nuevo retrato.

Rosalba estaba acostumbrada a este trabajo. Disfrutaba con cada nuevo encargo. Intentaba sacar lo mejor de cada uno de sus clientes. Nunca uno se marchó insatisfecho. Empezó con su tarea. Sacó un cuaderno grande de bocetos y empezó a deslizar ágilmente su mano por la hoja en blanco. Mistress Anne Whitbread estaba frente a ella. Era una mujer atractiva y dulce pero ya los años y sus cinco hijos empezaban a hacer mella en su piel y en su mirada. Rosalba podía recordarla perfectamente hace quince años. Vino con su prima Elizabeth y le encargaron sendos retratos. Sonrió con nostalgia recordando y continuó con su boceto...

Dígame, Mrs. Whitbread ¿cómo está?. Me alegro mucho de verla de nuevo. Sí, han pasado algunos años, pero veo que usted los ha aprovechado bien. Tiene unos hijos bellísimos. La pequeña tiene su mirada.

Mrs. Whitbread permanecía quieta. Rosalba tenía la mirada fija y apenas pestañeaba. Parecía atravesar su cuerpo y Anne sentía su alma expuesta ante aquella mujer. Pensó que por la pintora los años pasaban más despacio. Y se vio a sí misma envejecida y mayor. Recordó que su hermano le había dicho que la fama de Rosalba Carriera se había extendido por toda Europa y que no había noble que no tuviese o quisiese un retrato suyo. Quiso preguntarle si no se había casado, pero sabía la respuesta. Elizabeth se la había adelantado. Le dijo las Navidades pasadas que Rosalba seguía recibiendo en la misma vivienda que cuando ellas la visitaron hace años, y que su técnica había mejorado con los años.

Anne tenía un claro recuerdo de ese mes de agosto en Venecia. Elizabeth y ella quisieron hacer el Gran Tour antes de que ambas se casasen el año siguiente. Todos sus amigos habían recorrido ya media Europa y les habían detallado los lugares a los que no podían faltar. Era la moda, y era su última oportunidad de hacer algo juntas antes de que el matrimonio las absorbiera. Tuvieron, eso sí, que consentir la compañía de los dos hermanos varones de la familia. Dos mujeres jóvenes solas por Europa no debían viajar, y menos cuando estaban prometidas y su virtud podía verse en entredicho.

Las dos primas nunca olvidarán el día que entraron en el estudio de la signorina Rosalba. Era visita obligada, según les habían dicho, y no podían salir de Venecia sin haber encargado un retrato a la gran Rosalba Carriera.

Sus hermanos las dejaron en el piso de la pintora. Ella les hizo entrar y las invitó a un té con pastas. Rosalba sabía que los británicos agradecían esos pequeños detalles que les hacían sentir como en casa. Luego les indicó dónde debían situarse y qué pose debían adoptar. Les pidió que primero se miraran de frente y luego giraran los rostros hacia el gran ventanal que daba al canal, sin mover los cuerpos. Ellas obedecieron, pero estarse quietas era muy aburrido. Empezaron a hablar y hablar sobre los bailes a los que querían asistir, a los que las habían invitado y a los que aún no, el disfraz que llevarían en la fiesta del jueves en casa de Monsieur Lattheuri y qué ciudad visitarían después de Venecia. Hacía mucho calor. Y Rosalba las animó a posar con ropas cómodas, que al fin y al cabo estaban entre mujeres y luego ella les pintaría vaporosos vestidos, encajes delicados y todos los refinamientos que quisieran. Anne miró a su prima y se quitó el vestido, quedándose con las enaguas al descubierto. Elizabeth la imitó. Venecia era insoportable con su calor y su humedad. Rosalba seguía pintando en su cuaderno, anotando los perfiles de las chicas mientras éstas trataban de no reírse mucho para no cambiar la pose. Rosalba sonreía. Tenía casi diez años más que ellas, y las miraba fijamente, casi con benevolencia como si fueran sus hijas.

Anne vio en una repisa de mármol de la chimenea una colección de diez cajitas de las que su hermano usaba para el rapé. Preguntó si podía levantarse a verlas. Rosalba la dejó, ahora estaba con el retrato de la otra muchacha. Cogió la primera cajita y su boca se abrió con sorpresa sin ella buscarlo. Era de una delicadeza exquisita. Representaba tres mujeres casi desnudas tomando lo que parecían ser unas uvas. La abrió con cuidado y vio que estaba llena de tabaco molido. Con picardía y ganas de travesura se la enseñó a su prima. ¿Lo probamos? Rosalba lo observaba todo sin decir nada, en silencio, seria, trabajando sobre los bocetos que luego llevaría al lienzo. Las chicas cogieron con sus uñas un poco de ese polvo que parecía reservado para los hombres y lo aspiraron con decisión. Nadie se enteraría. Sería su secreto. Rosalba las miraba en silencio, sin nada que objetar, centrada en su trabajo. Las chicas empezaron a mirarse. Los encajes eran hermosos, y Anne deslizó los dedos por el escote de su prima. Elizabeth bajó el rostro y le besó los dedos. Rosalba seguía inmóvil, y ahora ya no las mandaba estar quietas, simplemente las observaba y seguía pintando sobre el cuaderno. Anne dejó al descubierto los pechos de su prima y quiso tocarlos, pero Elizabeth se le adelantó cogiéndole la mano y poniéndola sobre su pezón claro y suave. Observó que los pezones de su prima era rosados y apenas se diferenciaban del resto del pecho, y se sorprendió a sí misma destapando sus propios pechos para compararlos. Anne los tenia muy oscuros y bien perfilados.

Los recuerdos ahí tienen una niebla que le hace dudar de qué ocurrió realmente. Nunca lo habló con Elizabeth, pero aún cree sentir en su espalda los dedos de ella recorriéndole la columna de arriba abajo, para detenerse antes de descubrir las nalgas. Aún siente, si cierra los ojos, la lengua de Elizabeth en su cuello buscando un cruce de labios en un silencio que de pronto no se hizo pesado ni molesto. Las chicas se miraban. Rosalba había desaparecido para ellas.

Salieron del estudio calladas. Sus hermanos iban distraídos hablando de las compras que iban a hacer al día siguiente. Anne y Elizabeth se miraban en silencio, como con miedo, sin saber si mantener o retirar la mirada. La incomodidad y los remordimientos se hicieron de golpe presentes y pesados. Volvieron al cabo de una semana, justo antes de partir de Venecia. Rosalba les tenía preparados los dos retratos. Ellas los miraron. Se veían tan bellas que no supieron qué decir. Reconocieron la nariz, los lunares y las miradas. Las primas se miraron. Desviaron la mirada hacia la repisa de la chimenea. Allí seguían las cajitas bien alineadas, perfectamente colocadas, como si nadie nunca las hubiera tocado.

Anne se llevó a casa, como si de un error se tratase, el retrato de su prima. Y lo colgó en su alcoba, cerca del secreter donde guardaba con llave las cartas y los diarios. Cuando Elizabeth abrió su paquete ya en casa y vio los ojos dulces de Anne mirándola sonrió. Colgó el retrato en la salita donde luego pasaría las horas cosiendo y charlando con sus visitas.

Al llegar el invierno Anne acudió sin muchas ganas a la boda de su prima. El novio la miraba de tal manera que Anne sintió asco. Buscaba la mirada cómplice de Elizabeth pero ésta se la negó. Anne se casó el junio siguiente tal y como estaba anunciado. Sólo tuvo ojos para echar de menos a quien con un embarazo avanzado no estaba entre los asistentes. Al llegar la noche mientras su recién estrenado esposo la desnudaba, Anne no quitaba la vista del retrato que la miraba fijamente desde la pared.

Anne enviudó en su quinto embarazo. No lloró a ese hombre en el que veía más un amigo de su padre que un marido. En el entierro decidió que el verano en que la niña llevaba dentro cumpliera cinco años haría un gran viaje con ella. Ya viuda, nadie le echaría en cara la ausencia de varón a su lado.

Mrs. Whitbread, si me lo permite quiero hacerle un regalo.


Anne observó cómo Rosalba le extendía la mano y en ella había una pequeña cajita con la tapa de marfil y sobre ella, pintadas, tres hermosas doncellas tomando uvas.

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RELATO publicado originariamente en la obra colectiva:



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