domingo, 9 de febrero de 2014

El círculo

Margarita no podía olvidar. El tiempo pasado se estaba anclando con fuerza debajo de sus párpados y no era capaz de dejarlo atrás. Y dolía. Vaya si dolía. Los silencios pesaban como nunca y las paredes de su casa parecían encerrarla en un espacio cada vez más pequeño del que no tenía ni fuerzas para escapar.

Sólo salía para comprar el pan. Y porque no le gustaba el pan del supermercado de cuyos estantes un mozo lleno de granos le llevaba la compra semanalmente hasta la puerta de su casa. Y obviamente la panadera no estaba en disposición de iniciar un servicio a domicilio.

Una mañana, cuando volvía con su barrita envuelta en papel marrón, se encontró con Irene. Ay, Irene. Parecía que no hubiese pasado el tiempo. Habían ido juntas a la escuela y tras casarse se habían perdido la pista. Ella, tan resuelta y sonriente como siempre, le propuso entrar en una cafetería y tomarse un café para intentar hacer común esa vida de cada una que se habían perdido.

Cuando Margarita le abrió su corazón a Irene, Irene vio que todos los pétalos blancos que antes lo colmaban ahora estaban oscuros, como si el mar de lágrimas que Margarita parecía haber atravesado los hubiese ahogado. Entonces supo que tenía que dejarle entrar en el Círculo. No sabía cómo se lo tomaría, pero había que intentar secar y volver a dar vida desde la raíz a esa flor herida. Irene la miró en silencio, suave, con cariño. Le dijo: "Ven. Ven el sábado por la noche a mi casa. Te sentirás bien. Sólo te pido que vengas".

Margarita pasó toda la semana nerviosa, queriendo y no queriendo ir a casa de Irene. No sabía qué le esperaría allí, pero por la cara de Irene, por todos esos momentos en los que jugaron a la comba y se sirvieron de confidentes en la infancia, sintió que debía confiar.

El sábado se despertó muy nerviosa. Se puso guapa. Se maquilló y cogió un vestido (¡ya ni recordaba el tiempo que hacía que no se ponía un vestido!). cogió su bolso y con sus tacones salió a la calle. Llegó a la casa de Irene. Su amiga la recibió con una sonrisa tan cálida que se sintió mágicamente acogida. Irene la tomó de la mano con suavidad y la llevó despacio a una habitación. Margarita simplemente se dejó hacer. La desvistió y le puso un traje de raso de colores brillantes, amplio, con pompones y cascabeles. Cogió pintura de cara y se la pintó toda de blanco. Luego le pintó un rombo negro a modo de labios y una afilada y puntiaguda estrella negra en el ojo izquierdo, el del corazón. Cuando todo había acabado no sabría decir porqué se dejaba hacer. Pero la verdad es que no opuso resistencia alguna.

Irene la cogió nuevamente de la mano y la llevó a una sala grande, con las paredes empapeladas en rojo y dorado. Unas sillas de madera y terciopelo rojo estaban en el centro, en forma de círculo. Allí había más gente con trajes como ella y con los rostros llenos de pintura, como ella. Parecían llevar una máscara y no era capaz de identificar a nadie conocido. Charlaban relajadamente. Una se puso a contar en voz alta todo lo que había provocado que su maquillaje fuese más rojo que blanco. Por turnos, cada uno contaba historias. Unos susurraban, otros gritaban, otros simplemente lloraban. Cuando sólo quedaba Margarita, las palabras salieron solas. Como un llanto intenso y hondo. Acabaron con los rostros demacrados y la pintura borrosa. Pero en cuanto se hizo el silencio, Irene puso música y se pusieron todos a bailar como locos, abrazándose y a ratos llorando y a ratos riendo a carcajadas.

Cuando se sintieron cansados, salieron todos en silencio, pero sonriendo. Cada uno volvió a su espacio en soledad, tal y como habían ido llegando.

Al día siguiente Margarita no sabía cómo ni por qué se había dejado hacer, se había dejado llevar... Sólo sabía una cosa: el próximo sábado volvería a formar parte del Círculo.

Pilar Escamilla Fresco


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Ilustración de:  Sheila Jackson


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