lunes, 25 de enero de 2010

Cesáreas

Hoy he leído en la prensa el siguiente artículo: El hospital 12 de Octubre de Madrid permite al padre estar presente en la cesárea

No he podido evitar emocionarme (y mucho) y sentir cierta envidia sana por estos padres que sí han podido vivir una experiencia así de hermosa, aunque sea en el segundo parto. Estas noticias siempre son buenas, ya que significan un importantísimo avance en la atención de los partos.

Yo llevaba un formulario bien rellenado con mis preferencias de intervención / no intervención en el parto. La hoja la vieron y no le hicieron ningún caso, ni la leyeron ni les interesó por curiosidad leerlo.


Mi parto no pudo ser vaginal. Rompí aguas con meconio, pero no tenía contracciones. Me las provocaron. Y aunque me dijeron que yo estaba empujando bien, la niña estaba muy arriba y no bajaba. Tras doce horas intentándolo me llevaron a quirófano. Estaba asustada y defraudada. No era lo que yo quería. Mi marido se tuvo que quedar fuera, esperando. Estaba sola con muchos desconocidos, y con frío. Y cuando me quisieron acercar el bisturí noté con dolor cómo me cortaban el vientre. Me quejé y me durmieron completamente con una mascarilla, como en las pelis. Cuando me desperté estaba sola en un cuarto grande. Estaba tiritando y me pusieron una manta eléctrica enorme, muy cálida y suave. Yo sólo preguntaba por la niña. Me dijeron que todo había ido bien y que tenía la cara muy redonda. Pero nadie me decía dónde estaba. No les hubiera costado nada decirme que se la habían llevado al padre, pero no lo hicieron. Igual lo dieron por supuesto. Yo lloraba. Me dolía, me dolía y mucho. Y dos mujeres se acercaban a mí periódicamente para aplastarme el vientre, bajar cosas y recolocarlas. El dolor fue brutal. Y me llamaban quejica y me dijeron que no dolía tanto, que dejara de quejarme.  Me sentí débil, débil de espíritu. Quizás yo no valía para ser madre...

Dos horas después me subieron a la habitación. Dos horas que se me hicieron dos años. Mi marido estaba con el bebé y por fin pude coger a mi hija, abrazarla, olerla... No podía parar de olerla. Era espectatular. Redonda la cara, los ojos negros. Me miraba y yo no podía creer que fuera mía. Y tampoco podía parar de llorar. Demasiadas emociones, demasiadas hormonas, demasiado todo...

El resto de mi estancia en el hospital fue normal, dentro de lo que cabe. Estuve diez días ingresada. Me subió la fiebre, pero no tenía infección. Así que me tuvieron allí hasta que averiguaron el motivo y le pusieron tratamiento.

Había muchos enfermeros y auxiliares. Y yo sólo recuerdo, casi tres años después, a dos de ellos: un hombre y una mujer. El hombre era muy alto y fuerte, que mi marido y yo bautizamos como "Don PimPón" porque le daba un aire. Era un cielo, muy dulce y cariñoso. Y tenía una mano con los bebés increíble. Parecía un ángel con ellos. La mujer creo que se llamaba Pilar, me enteré al final. Pero nosotros la llamábamos "Carolina" porque olía a Carolina Herrera siempre. Una mujer que supo explicarme qué es la lactancia, las posturas y que fue mi soporte y ayuda. Gracias, en buena parte, a la que puedo afirmar que hoy, dos años y nueve meses después del parto, sigo siendo alimento, consuelo y mucho más de mi pequeña niña. Niña que mira con ojos divertidos a los que le dicen que ya es muy mayor para seguir tomando teta y a los que les responde: "Tomo teta porque puedo y porque quiero"...

Espero que si alguna vez vuelvo a quedarme embarazada (que por ahora no me lo planteo por múltiples motivos que no vienen a cuento) tenga la misma suerte que ha tenido esta pareja de padres. Enhorabuena y a disfrutar de vuestra nueva hija.

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