martes, 24 de marzo de 2009

Ancho mar de los Sargazos

Libro: Ancho mar de los Sargazos / Jean Rhys

http://es.wikipedia.org/wiki/Jean_Rhys
Citas del libro

Dicen que en los momentos de peligro hay que unirse, y, por esto, los blancos se unieron. Pero nosotros no formamos parte de su grupo. (pág. 19)

Y de repente, no poco a poco. Se convirtió en una mujer delgada y silenciosa, y, por fin, se negó a salir de casa. (pág. 21)

En cama, pensaba: “Estoy a salvo. Hay este rincón que forma la puerta del dormitorio, y están los muebles amigos. Hay el árbol de la vida en el jardín, y el muro con musgo verde. Hay la barrera de los acantilados y las altas montañas. Y la barrera del mar. Estoy a salvo. A salvo de desconocidos. (pág. 29)

Contemplar, sin pensar en nada, las rojas y amarillas flores al sol fue como si una puerta se abriera y yo me encontrara en otro sitio y fuera otra. Ya no era ya. (pág. 30)

Y Dios, que es verdaderamente misterioso, que no dio signo alguno cuando quemaron a Pierre mientras dormía -ni un trueno, ni un relámpago-, el misterioso Dios prestó oídos a la oración del señor Mason. Los gritos cesaron. (pág. 45)

Nos miramos, con sangre en mi cara y lágrimas en la suya. Tuve la impresión de verme a mí misma. Como en un espejo. (pág. 48)

Tu madre tiene ojos de zombie, y tú también tienes ojos de zombie. No te atreves a mirarme. (pág. 52)

Me preguntó si me sentía sola, y yo, con la vista fija en los colores, dije:
No.
Pensaba, horas y horas y horas. (pág. 58)

Fue igual que aquella mañana en que encontré el caballo muerto. Nada digas y quizá no sea verdad. (pág. 61)

Soplaba un suave viento cálido, pero comprendía por qué uno de los mozos había dicho que aquel era un lugar salvaje. No sólo salvaje, sino amenazador. Las colinas se cernían sobre uno. (pág. 71)

En cuanto hace referencia a mis confusas impresiones, debo decir que nunca las haré constar por escrito. Hay en mi mente lagunas que no pueden colmarse. (pág.  78)

Confiaré en ti y tú confiarás en mí. ¿Trato hecho? Seré un hombre muy desdichado si me despides sin decirme qué he hecho para enojarte. Me iré con la tristeza en el corazón. (pág. 81)

Era un lugar hermoso, salvaje, intacto, sobre todo intacto, con una extraña conturbadora y secreta belleza. Y guardaba su secreto. A veces me sorprendía pensando “Lo que veo nada es -quiero lo oculto-, esto nada es”. (pág. 89)

Entonces, contemplaba a Antoinette durante largos minutos, a la luz de la vela, y me preguntaba por qué razón me parecía tan triste, dormida. Maldecía las fiebres y la cautela que me había dejado tan ciego, tan débil, tan dubitativo. Recordaba sus intentos de huir (pág. 92)

A Antoinette le gustaba esto, que le dijeran que estaba segura. O, al tocar levemente su cara, tocaba lágrimas. Lágrimas: nada. Palabras: menos que nada. En cuanto a la felicidad que le daba, era peor que nada. No la amaba. Estaba sediento de ella, era una desconocida para mí, una desconocida que no pensaba ni sentía como yo. (pág. 95)

Era una canción referente a una cucaracha blanca. La cucaracha soy yo. Así llaman a todos los que estábamos aquí antes de que su propia gente, en África, los vendieran a los tratantes de esclavos. Y he oído a inglesas llamarnos negros blancos. Por esto, ante ti, a menudo, me pregunto quién soy, cuál es mi tierra, a qué mundo pertenezco, y por qué nací. (pág. 104)

He dicho que siempre era feliz por la mañana, no siempre por la tarde, y nunca al ocaso, ya que después del ocaso la casa quedaba hechizada, como tantos sitios quedan. (pág. 132)

Pensé: “Me han envenenado”. Pero fue un pensamiento sin vida. Pensé de la misma manera que un niño deletrea una palabra que no sabe leer, o que, caso de saber, carece para él de significado. (pág. 137)

Me ha dicho que, mientras pasaba lo que pasaba, usted comenzó a ponerle motes. Marionette. Algo así. (pág. 152)

Antoinette, también yo puedo prodigar dulzura. Esconde tu rostro. Escóndete, pero hazlo en mis brazos. Pronto verás cuanta dulzura puedo dar. Mi loca. Mi muchacha loca. (pág. 164)

Sabía que mis sueños eran sueños. Pero la tristeza que sentía al contemplar la desvencijada casa blanca... No, para esto no estaba preparado. Más que en cualquier otro momento anterior la casa pugnaba por apartarse del bosque negro, reptante cual serpiente. (pág. 165)

Y aquel hombre dijo:
Hija infame de una madre infame. (pág. 183)

Fuera, en el torreón, se estaba fresco y apenas oía los gritos. Allí, me senté, en silencio. No sé el tiempo que estuve sentada. Luego, di media vuelta y vi el cielo. Era rojo, y en él estaba toda mi vida. Vi el reloj del abuelo, y la colcha de retazos, de todos los colores, de la tía Cora, vi  las orquídeas, el jazmín y el árbol de la vida en llamas. Vi el candelabro y la alfombra, abajo, y los bambús y los helechos arborescentes, los dorados y los plateados, y el suave terciopelo verde del musgo en el muro del jardín. Vi mi casa de muñecas y los libros y el retrato de la hija de Miller. Oí el grito que el loro profería cuando veía a un desconocido, Qui est lá? Qui est lá?  Y el hombre que me odiaba también gritaba: “¡Bertha! ¡Bertha!” el viento alzome el cabello, que se extendió como alas. Pensé que el cabello me sostendría en el aire, si saltaba por encima de aquellas duras piedras. (pág. 186)

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