“Ya sé que no corresponde esta labor a una persona de mi posición, y mucho menos a una mujer. Por eso te pido este favor. Sé de tu discreción y no tengo ninguna duda de que llevarás a buen puerto todo lo que te encomiendo. Has de seguir mis indicaciones con rigor. Sé que por tu profesión esto no te resultará complejo.”
Dionís Clemente miraba a la marquesa con aparente calma y permanecía en un silencio meditativo. Era un hombre pequeño, que se encogía más cuando estaba ante personalidades de la categoría de la marquesa. Ella era una mujer espectacular y no dejaba a nadie indiferente. Le había hecho llamar para hablarle de un “negocio”. Sentada en un inmenso sillón de terciopelo carmesí hecho a medida, Mencía de Mendoza, marquesa de Zenete, miraba fijamente a este notario insignificante que le habían recomendado por su discreción y fidelidad, “cual perrito faldero”, le habían dicho. La marquesa llevaba unos guantes de color esmeralda con bordados de hilo de oro con los que jugaba poniéndoselos y quitándoselos de manera lenta y repetitiva. Dionís se sentía cada vez más pequeño. Había oído muchas historias sobre la marquesa, pero todas se quedaban cortas frente a lo que tenía ante sus ojos.
El cuarto donde Mencía recibió al notario Dionís Clemente no fue elegido al azar: la biblioteca. En este palacio que ella tanto amaba, tenía pocos rincones donde la intimidad estuviera garantizada. Estaban en plena negociación con el Duque de Calabria para un nuevo matrimonio y ella no iba a consentir que nada se interpusiera ante sus intereses. En su biblioteca, Mencía sabía que podía estar horas y horas sin ser molestada. Tenía escondidos entre los cientos de libros algunos de sus más preciados secretos. Otros, estaban a la vista y la horrorizaban. Pero su orgullo y su estirpe no le permitían ningún desliz.
“Como ves, ésta es una de las mejores bibliotecas del país” - continuó Mencía - “en ella he crecido y en ella he pasado los mejores momentos de mi vida. Cada página de las aquí guardadas lleva un recuerdo de mí. Amo el conocimiento y soy buena defensora de las ideas de Erasmo. Éste es otro de los motivos por los que no puedo permitir que nadie conozca la verdad de esta obra que ahora te entrego.”
La marquesa ofreció al notario un paquete enorme finamente sellado con lacre. Él quiso abrirlo. Ella le detuvo. Le costaba moverse y respiraba con dificultad. Pero la mirada era clara, firme y directa. Ni por un momento se le hubiera ocurrido desobedecerla.
“Hágalo en casa. Léalo de una sentada, tiene una semana para hacerlo, aunque espero que necesite menos. Después, entrégueselo al impresor Francisco Díaz Romano, sito en Extremadura. Me han informado que no pondrá pegas para publicarlo. Respete el texto íntegro. No cambie nada, ni la dedicatoria. Será nuestra forma de reconocerme autora del libro, sin serlo. Amo el estudio, como le decía, pero estas novelas de aventuras y desventuras caballerescas, con princesas, amores y desamores, me apasionan. Pocos lo saben. Piensan que entre estos libros que nos rodean, los de caballeros son sólo los heredados por mi padre el marqués, pero hay muchos más, y todos los he disfrutado en secreto. Una mujer de mi posición no debería ni acercarse a estos libros que tanto me distraen. Es indigno. Imagínese el revuelo que se formaría si alguien sospechase que yo soy aficionada a este género, y más aún que he escrito uno de estos libros que tan poco gustan en mis círculos.”
Mencía le proponía algo inaudito para él. Le entregaba un manuscrito con el texto de una novela de caballeros inmensa. La más grande de la que él había tenido conocimiento. Quería que fuese publicada con el nombre suyo, Dionís Clemente. Como notario, nadie pondría en duda su autoría. Él, que no había leído ni una de esas noveluchas en su vida y que todo a lo que se dedicaba era a trabajar y a estar con su familia el poco tiempo libre que le quedaba. Pero la oferta era muy generosa. Aparte del reconocimiento que pudiera tener del posible éxito literario de la obra de la marquesa, y del rédito que le diera la venta de los ejemplares, Mencía de Mendoza le ofrecía, en efectivo, una cantidad tan generosa de dinero que podría estar varios años sin trabajar y no pasar apuros ni él ni su familia. Aún así, pensó, no cambiaría nada en su vida. Guardaría esos ahorros para ir haciendo mejoras en su casa y para poder ofrecer a sus hijos la vida que a él tanto le costaba ganarse.
La marquesa era muy grande. Dionís Clemente se sentía muy pequeño ante ella. Tanto por su posición como por su tamaño físico. Ella le tendió la mano y él le ayudó a incorporarse. Le costaba mucho hacerlo. Con cada movimiento Mencía respiraba fuerte, ahogándose y con un dolor bajo los pesados ropajes que a Dionís no le pasaba desapercibido. Era hermosa, mucho. De eso no había ninguna duda. Pero ahora entendía las burlas y las sátiras que tanto había oído sobre su persona. La marquesa estaba enferma y día a día los kilos se la iban comiendo. Literalmente. Dionís Clemente pensó que si no fuera porque ella era quien era, hacía tiempo que la habrían desahuciado. Pero Mencía de Mendoza era una de las mujeres más poderosas del mundo conocido. Y eso la mantenía en pie.
Dionís Clemente llevó el paquete con cuidado a su oficina. En su casa no le iban a dar margen para poder hacer lo que le había encomendado la marquesa. Abrió con cuidado el lacre finamente puesto para cerrar el paquete y leyó la primera página: “La Crónica del muy alto príncipe y esforçado cavallero Valerián de Ungría”. Empezó a leerlo y sólo de detuvo para dormir unas pocas horas y recuperar fuerzas. En dos días, con sus dos noches, lo había devorado. En la primera parte se hablaba de Pasmerindo, rey de Hungría y padre de Valerián. En la segunda, que ocupaba la mayoría de las páginas del manuscrito, el protagonista era ya el propio Valerián, la princesa Flerisena, así como otros caballeros. El tema del rapto de la princesa a manos de la maga Boralda le pareció algo vulgar, pero quién era él para juzgar este texto. Si además no había leído ningún otro de este género.
Al amanecer, le hizo llegar una nota a la marquesa: “Su fiel servidor le va a dedicar, si me lo permite, una obra de caballeros que acabo de escribir sobre Valerián de Hungría. Lo voy a mandar a un editor extremeño. Es mi deseo obtener un gran éxito con esta aventura. Espero que sea de su agrado.”
Mencía leyó la nota y sonrió. Supo así que su secreto iría a la tumba con el notario y que el libro saldría adelante, con la dedicatoria a la marquesa incluida. Nadie más sabría de este vicio que ella disfrutaba con tanta pasión. “Hablarán de mí en el futuro, de una u otra manera, lo harán.”
Referencias bibliográficas
DUCE GARCÍA, Jesús (2017), Mencía de Mendoza y los libros de caballerías, Tirant, 20, pp. 25-36
GARCÍA PÉREZ, Noelia (2004), Mencía de Mendoza (1508-1554), Madrid, Ediciones del Orto.
MUÑOZ, Ferran (2001), Mencía de Mendoza y “La Viuda” de Mateo Flecha: las ensaladas de Flecha “El viejo”, su relación con la corte de Calabria y el erasmismo, Valencia, Alfons el Magnánim.
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