Compartimos un colacao con las rosquillas que ayer estuvo haciendo la abuela Edisa. La leche hierve en el hornillo mientras la abuela la observa con mimo. Te ofrezco mi mano de neurótica creativa. Me entrego a la vida con ganas de perderme en el laberinto de las emociones que una infancia compartida diluye en el olvido. La litera de arriba, los cascos y un radiocasette que cae sobre quien duerme. El insomnio. Vuelve tu estómago al mío. Las croquetas de cocido, la leche frita, el pollo a l'ast con coles de bruselas y zanahorias rehogadas. Vomitar. Correr. Comer. Vuelta a empezar. Programar una pantalla negra para que lance colores fosforitos aleatoriamente cada segundo. Volar estirando los brazos al ritmo de Big in Japan. Revolver tus cosas para robarte los discos de U2 y Depeche Mode. Tu guitarra rota y reparada. Unas cuerdas que vienen a mi encuentro con la melodía del Romance Anónimo. Las notas en los márgenes de los libros de Miller y Nin. Bach a todo volumen, Bach en mi conciencia, Bach en mi recuerdo. La Chacona en modo obsesivo a todas horas y en absolutamente todas sus versiones disponibles. El silencio. Callar y no hablar. Más silencio. Fumar y cocinar. Canela. Una cerveza en mi nevera siempre esperándote. Tus ojos fieles, sencillos, vivos. Siempre a mi lado, siempre ayudando. Volver. Que veinte años no son nada. Empezar a hablar. Escuchar. Empezar y no parar. Un tercero cerca de mi casa. Jugar en el jardín. Las barbacoas. Tú al fuego con las pinzas y la carne y la verdura, siempre atento a la parrilla. El teléfono. Saber que estarás cuando no esté yo. Tenerte. Agradecerte. Intentar cuidarte. Sencillamente, amarte.
Ilustración de F. Babina
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